
Foto por Manel López
Cada poro de su piel desprendía terror. El miedo extremo de quien lleva una carga valiosísima y tiene un cuchillo en su garganta. Aquel secreto no podía morir con él. La hoja se hundió más y un hilillo de sangre resbaló por su piel morena.
Incapaz de pensar, el espía notaba como el miedo, la frustración y la rabia se apelmazaban en su interior, paralizándolo. No podía apartar la mirada de los ojos de su agresor. Una mirada dura, de resentimiento profundo. Sin embargo, contempló esperanzado como en el fondo de aquel hombre había una chispa de compasión. Adarbal, el espía, decidió no salvar su vida con una mísera súplica, sino que le sostuvo la mirada. Desterró el miedo de su corazón y se aferró a esa pequeña esperanza, con tanta fuerza que el otro tuvo que apartar la mirada. Solo los Hombres guardaban en su interior la compasión en tiempos de guerra, dispuestos a echar mano de ella si era necesario. Y a la vez, era esa pequeña luz la que les hacía Hombres y no asesinos. La presión de la daga contra su garganta aflojó por momentos. Adarbal no creía que estuviese pasando de verdad. Llevaba en su interior un secreto que podía acabar con la vida de todo su pueblo, el pueblo íbero, contra el que luchaba él y los cartagineses. Dejarle escapar significaría sentenciarse. ¿Y todo por qué, por un sentimiento? Los intereses egoístas de los humanos, como la riqueza, los honores o el poder eran la fuerza dominante del hombre. Sin embargo, el que sujetaba la daga tenía un dilema diferente. Sabía que si le mataba, aquella compasión desaparecería para siempre. Dejaría de ser un Hombre.
La daga cayó ruidosamente al suelo. La tensión del ambiente se relajó. Cada letra dicha fue un bálsamo de alivio.
-Vete-gritó, y Adarbal salió corriendo.
En aquel momento el espía supo que aquel secreto moriría con él, porque de ahora en adelante tan solo lucharía por ser un Hombre y poseer aquella compasión en el fondo de su alma.