
Foto por Manel López
El calor abrasaba la superficie y a todo aquel que osara erguirse sobre ella. Ningún hombre osaba apartarse de la fresca sombra de los pinos. Aunque no eran hombres los que, pertrechados y con sus armas en alto, pretendían escalar aquellas murallas inexpugnables. Eran héroes, guerreros destinados a lograr la mayor de las hazañas, almas dispuestas a dejar sus nombres grabados en la historia, a sangre y fuego.
Sin embargo, volvían otra vez esas murallas que escupían constantemente proyectiles contra las filas cartaginesas. En lo alto, sus habitantes luchaban por cada palmo de tierra, aprovechando la altura para dañar a sus enemigos. Muchos caían, pero no se avanzaba. Llevaban mucho tiempo, demasiado para una simple ciudad.
Aníbal lo observaba todo desde lo alto de una montaña cercana. Suspiró y reconoció la evidencia. Ese asedio no se ganaría en el campo de batalla. No esa vez.
Hizo un gesto a un general, que a su vez transmitió las ordenes a otro. Pronto se dio la voz.
-¡Retirada!