“¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!». Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron la risa. […] El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: ¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío […]? ¿No hace más frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? […] ¡Dios ha muerto!»
“La ciencia jovial”, 1882. Friedrich Nietzsche (filósofo alemán)
Miles de millones de linternas se alzan contra la oscuridad repitiendo la misma arenga: ¡Busco a Dios!
La mujer que sostiene entre sus brazos al hijo esperado, al fruto de su dolor, mira a otro lado, incapaz de creer que haya dado a luz un ser muerto. Alza el rostro, con duelo y pesar, y pronuncia unas palabras que rebotan en el cielo: ¡Busco a Dios!
Búsqueda en lo profundo de una cueva, en el interior de la Tierra, donde la luz jamás ha llegado. Cinco mineros, con sus utensilios y carretas, deciden seguir picando hacia lo profundo, directos a un abismo tan grande como las ambiciones de sus capataces, que no pararán hasta verlos muertos, silenciados en las entrañas de la tierra.