Hay tres cosas hermosas
en el albor de un día:
la magia, el amor y la sabiduría.
Las criaturas nacen felices,
son príncipes y princesas,
llenan el aire con dulzura y pureza.
Pero pronto las jóvenes criaturas
se ven arrastradas sin remedio
hacia un mundo que las consume
y las transforma en un medio.
Son un colectivo, son un grupo,
su pensamiento es el pensamiento de todos
y sus sentimientos ya sólo importan a unos pocos.
Esta es la historia de un príncipe, nacido en un cuento donde los cielos eran azules y las tierras fértiles y repletas de luz.
Un príncipe que bien pudo ser una princesa, o quizás es que realmente no importa lo que era.
Una figura a cachos, de pies de plomo, piernas de hierro, torso de acero y cabeza de neón.
Se apoyaba sobre tres pies, alguno con más fuerza que otro, pero cada uno con suficiente fuerza para aguantar a una legión.
Sin embargo, su historia avanzaba y el cuento se volvía pequeño para lo que él quería que fuese su vida.
Y es que cuando el dolor aprieta, cuando el sabor que te queda en la boca al cerrar los ojos no es más que una profunda amargura, ningún cuento puede ya sostener la historia de un joven príncipe.
Bajo una rocosa montaña en la lejana Ática, un herrero martilleaba incansablemente una pieza de hierro, hasta darle la forma que quiso. Alimentó el fuego activando el fuelle y saltaron chispas. Sorprendido, pero no lo suficiente como para parar, puso el material incandescente sobre el yunque y comenzó a golpear de nuevo.
Los golpes metálicos se sucedían sin descanso. La montaña vibraba a la par que el martillo dejaba caer su peso. Y así había sido siempre, desde donde alcanzaba la memoria del herrero. Aquel lugar era la cuna de toda buena herramienta, y arma. Sí, los altivos hombres se enorgullecían continuamente de la calidad de sus armas. Era tal su fama, que reyes y emperadores buscaban siempre alianzas con ellos para acceder a esos pertrechos.
Y bajo una de esas montañas legendarias, Áyax continuaba su incesante labor.
Tic Pam. Tic Pam. Tic Pam.
Cuando acabó, dejó caer el arma sobre un cubo de agua. El vapor resultante inundó la habitación. En medio de esa neblina, una silueta se recortó contra la entrada y, tosiendo aparatosamente, se adentró en el taller.
-Buenos días Áyax- dijo- tus golpes dan peor despertar que el de los gallos al amanecer. ¿Por qué empiezas tan pronto hoy, si se puede saber?
Áyax sonrió, orgulloso, como si estuviese esperando esa pregunta con deseo y hubiese ensayado meticulosamente la respuesta.
-Hoy, mi querido Craso, voy a forjar un arma legendaria. Mi intuición de herrero me dice que hoy es un gran día.
Y tras el intercambio de palabras, cada uno fue a lo suyo. Creso se sentó, observando sin perder detalle y Áyax buscó un molde.
Estuvo meditando unos minutos hasta que se hizo con uno. A continuación, sacó el hierro líquido de la forja y lo vació sobre el recipiente.
Continuó trabajando, bajo la atenta mirada de su aprendiz. Exultante, dejó la lengua más suelta que de costumbre.
-El arte del herrero es el más útil y poderoso de todos. Como ya sabes, mi querido Craso, creamos belleza en elementos imperecederos, que aunque pasen las generaciones seguirán allí. Por eso, cada golpe es tan importante, porque nuestros hijos nos conocerán por ellos.
Sacó la espada del molde, y comenzó a darle forma.
-Con cada golpe- comenzó- dejamos una huella. Tic Pam. Ponemos una parte de nosotros. Tic Pam. Y nuestras espadas, cuando vayan lejos en busca de sangre y causas justas, nos llevarán dentro. Tic Pam. Tic Pam. Tic Pam.
Al rato se dio por satisfecho. Le enseñó el resultado. El pomo, con las puntas redondeadas, llevaba un extraño signo en el centro. Parecía una alfa y una ípsilon formando La hoja era larga y fuerte. Sin duda, era magnífica.
-No te parece increíble, ¿mi querido aprendiz?-concluyó Áyax con una espléndida sonrisa.
La barrita de la conexión se vació y todas las aplicaciones se volvieron inútiles. Despegué la vista del móvil y una sensación de mareo me invadió. ¿Dónde estaba? Había perdido completamente la noción del tiempo. Me giré hacia los lados, intentando ubicarme, pero nada. Se me heló la sangre al pensar que quizás estaba perdido. Muy lejos de casa, sin ayuda y sin saber qué hacer.
El sol se escurría entre las montañas, bañando el bosque con tonos anaranjados. La noche no se haría esperar. Tragué saliva, incómodo.
Me puse a pensar. Realmente, ¿qué sabía hacer? Estaba solo, abandonado. Y aquella pantalla muerta era inútil. Enfadado, tiré el móvil contra el suelo. Pero rápidamente me arrepentí y fui a ver si estaba bien.
Maldita sea, ¿por qué se había convertido ese aparato en una necesidad?
Deslicé la yema de mis dedos por la fría superficie y observé fijamente la pantalla vacía, intentando controlar mi ánimo. No pude evitar apretarlo con rabia.
Me llamo Isaac y estudio Filología Hispánica. Sueño despierto y escribo para despertar. Las palabras me ayudan a tejer una realidad diferente, emocionante y única. Quizás sea el mejor método para descubrir el mundo, dejarte sorprender, y transformarlo.