
Foto por Manel López
Una luna brillante emergía en la oscuridad de la noche, bañando de luz plateada la falda de la montaña. En el interior del castillo, ya nadie reía ni bailaba alrededor de la hoguera. En vez de eso, un silencio pesado flotaba en la atmósfera. La incertidumbre, el miedo, habían sabido abrirse hueco en sus corazones y se deslizaban hacia dentro, amenazando paralizarlos. Habis contemplaba el mar desde lo alto de la muralla. Miró hacia abajo y se inclinó, saboreando la sensación de vértigo. ¡Qué fácil sería morir cuando el resto permanecía a salvo y vivo y no cuando el fuego y la sangre inundaran la fortaleza! La luna le atrajo como un imán, borrando sus pensamientos. No podía dejar de mirarla, era casi hipnótica. Se perdió en aquellas formas tan lejanas, posiblemente muertas. ¿Qué suerte habría corrido ese planeta? ¿Por qué estaría desolado? ¿Acaso sería también por el egoísmo, el odio y la ambición de sus habitantes? Quizás la Tierra estuviese cerca de correr una suerte parecida. ¿Podría ser que los hombres se destruyesen, ansiosos de poder y riquezas, hasta que no quedase gente a quien gobernar ni riquezas que poseer?
Volvió de sus lejanos pensamientos y se descubrió contemplando el campamento enemigo, dispuesto no muy lejos de allí. No podían seguir ahí encerrados, esperando a la muerte. Tenían que actuar. Y si nadie lo hacía sería él.
En el momento en el que se descolgó de la muralla en dirección al campamento enemigo, Habis sabía que el destino de su pueblo cargaba sobre su espalda.