Seguramente hayas oído hablar de la nocividad de este fenómeno lúdico que parece estar en todos sitios:
Los videojuegos.
Aquella anécdota de los ochenta, cuando los jóvenes se escabullían con un par de pesetas en dirección a un recreativo, queda ya solo en el corazón de algunos pioneros.
Hoy, en cambio, aquellas Atari, sus consiguientes Game Boy y las actuales Xboy y Play Station forman parte del corpus de nuestra sociedad.
Cuando un fenómeno atrae la atención hasta el punto de ser considerado un deporte (e-sports), las personas suelen posicionarse a favor o en contra. Los primeros que se ven lanzados a ese campo de batalla son los padres, aquellos que se sienten responsables de la educación de unos hijos que se dedican a estar delante de la pantalla, toquiteando botones sin sentido aparente mientras babean de felicidad.
Aun así, la decisión de si condenar o no esa tecnología se hace desde la más absoluta ignorancia. Se desprecia los videojuegos sin ni siquiera haber cogido un mando, sin haber visto más que un hombre y una pistola hacerluces y ruido.
Con ese extraño criterio de «si tanto le gusta, tiene que venir del demonio», nos ponemos a nosotros mismos en una posición un tanto comprometida. ¿Acaso algo nos gusta porque es un producto del infierno? Porque eso nos dejaría en muy mal lugar. ¿No sería más lógico admitir que los videojuegos también pueden contener cosas positivas?