Karl daba pequeños golpecitos sobre su plato de sopa, distraído. Otra vez aquel maldito mejunje alemán. ¿Cuántas veces le había dicho a su madre que lo odiaba? No soportaba ni olerlo, le provocaba náuseas. Sin embargo, tenía que eludir su mirada inquisitiva como fuese.
En cuanto tuvo una oportunidad, se bajó del taburete y cruzó el pasillo de su larga mansión hasta llegar al comedor. Estaba acostumbrado a aquellas paredes revestidas de lujosos muebles y filigranas doradas, ya ni les prestaba especial atención. En ese momento solo deseaba huir. Abrir la ventana, saltar y volar muy lejos de ahí. Estaba seguro de que con tal de no comer aquella cosa, podría ayunar eternamente y de que nadie en su sano juicio, por mucho hambre que tuviera, se comería aquel Eintopf.
Tan solo pudo quedarse en la ventana pensando en formas de huir, antes de que su madre le descubriese. En ese mismo instante le pareció ver unas sombras deslizarse por su jardín.